Expiación

door-1975346_1920Me desperté atontado, la noche anterior me había costado conciliar el sueño. Maridar bourbon con antidepresivos no había sido mi mejor idea. Con menos ganas que otras veces comencé la rutina matinal, que, tras pasar por el baño, consistía en abrir todas las ventanas de la casa para ventilarla y luego desayunar.

Entré en el salón, subí persianas, abrí una de las ventanas y, cuando me dirigía a la puerta, percibí que algo estaba diferente. Como apenas entraba claridad encendí la luz y lo vi. En la pared, entre la mesa y el mueble de la televisión, había una puerta que ayer no estaba.

Me froté los ojos, salí al recibidor y entré en la habitación contigua, mi despacho, donde debería estar el otro lado de la puerta, pero allí no había nada.

Creí que todavía dormía, luego que alguien me había gastado una broma aprovechando mi inconsciencia y había apoyado una puerta sobre la pared para que pareciera real. «Seguro que además han puesto una cámara oculta y están partiéndose de risa al ver mis gestos», pensé.

La comprobación era sencilla, me acerqué a la puerta, la abrí y mi corazón perdió un latido. Tras ella no había la pared que esperaba sino el descansillo de una escalera que me era familiar, aunque no conseguía ubicarla en el tiempo y el espacio.

La curiosidad me pudo, encendí las luces del rellano, bajé y salí a la calle. Mi sorpresa fue mayúscula porque ahora sabía dónde estaba: era la escalera de mi casa en el antiguo barrio. Eso era imposible, ahora vivía en otra ciudad y habían pasado diez años desde que me mudé.

Al observar más detenidamente comprobé que las casas, los coches y la gente seguían como los recordaba, incluido el bazar de «todo a cien pesetas», de alguna manera había retrocedido en el tiempo. El escaparate me devolvió mi imagen, con bastantes años menos y vestido para ir a trabajar. Una sospecha se abrió paso en mi mente y presentí qué día era y lo que iba a suceder.

Llueve con furia igual que hace diez años, subo al coche y me dirijo a la reunión programada en un pueblo de las afueras. Apenas puedo ver el arcén y el asfalto.

Aquella estrecha y sinuosa carretera finaliza en el pueblo, no voy muy deprisa y aun así me cuesta controlar el coche por la lluvia y el mal firme. Intuyo que algo está a punto de suceder y la tensión agarrota mis músculos. Inicio la curva, el coche resbala y de nuevo la distingo entre la lluvia, saliendo de entre los árboles sin ver el coche, casi estoy encima. La sorpresa y el miedo aparecen en su rostro, aunque esta vez, a punto de atropellarla, consigo girar el volante y la esquivo.

Pierdo el control, escucho sonidos y todo comienza a girar hasta que el coche se detiene bruscamente al fondo del torrente. Me he quedado paralizado mientras algo húmedo corre por mi frente y un frío afilado se va apoderando poco a poco de mí. Antes de perder el sentido pienso en mi mujer, en nosotros, en lo que pudo ser, y poco a poco una agradable somnolencia me libera. No soy consciente del rescate ni del traslado en helicóptero al hospital. Entre tinieblas oigo sollozos y un pitido sincopado antes de precipitarme definitivamente en la negrura.

Me despierto sobresaltado y empapado en sudor, con el cuerpo dolorido de luchar contra sí mismo y una opresiva sensación de ahogo, como si me faltase la vida. Continuo en la cama y tras la ventana la noche, pero ya no duermo.

Por desgracia los hechos no sucedieron así, la realidad es que cuando vi a la niña no pude hacer nada por evitarla. A continuación, vinieron los juicios, las pesadillas y los remordimientos que, aliados con la depresión, consiguieron que mi mujer se alejara y que me convirtiera en un ser al que los hábitos mantienen con vida, aunque con una muy vacía.

Me levanto y comienzo mi rutina matinal, paso por el baño y comienzo a abrir todas las ventanas de la casa. En el salón no hay ninguna puerta extra.

Valladolid, 11 de febrero de 2017

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