Caza al acecho

graphic-2086290_1920Es lunes y aparco, como todas las semanas, en la zona de profesores de este olvidado y triste instituto de provincias. En unos momentos volveré a enfrentarme con  la desidia, cuando no con la hostilidad o el aburrimiento de unos adolescentes sin futuro, que han tirado la toalla antes siquiera de comenzar su combate con la vida. Me demoro antes de entrar recordando la experiencia del pasado fin de semana. Es lo único que me mantiene cuerdo. Mi mente evoca de nuevo lo sucedido y alcanzo un nivel de excitación que acelera mi respiración y me hace sentirme el único ser vivo en este cementerio, rodeado de zombis que ni siquiera saben que lo son.

Era el ocaso del sábado. Un sótano en penumbras salvo por discretas lamparitas sobre veladores que rodean una pista de baile que ha conocido mejores tiempos. Un pianista ciego que va desgranando, entre sorbos de un vaso mediado de un líquido dorado y turbio, canciones tristes de un pasado que ya no interesa a nadie. El piano bar de aquel hotel junto a la costa, que tan mal envejece, no ha perdido sin embargo su capacidad de atracción para una fauna única. En ese peculiar hábitat, perdedores y desengañados de los tours oficiales rumian sus penas solos o en compañía, con la ayuda de combinados pasados de moda ya descatalogados en cualquier otro sitio. En la pista, desgastando todavía más una moqueta bastante ajada, varias parejas de turistas sexagenarios hace los honores. Los jóvenes de hoy ya no valoran ni saben bailar aquella música.

Junto a la barra ella. Vestido largo y rojo ceñido a un cuerpo que todavía tiene mucho que ofrecer, aunque todo tiene un precio. Tacones stiletto de vértigo. Edad indefinida entre la cuarentena avanzada y el final de la década siguiente, aunque con una espléndida figura, mantenida probablemente a golpe de pádel y gimnasio pijo. Melena rubia y rizada que va a morir a un escote generoso donde la inversión realizada ha dado buenos frutos, que se mantienen altivos desafiando la ley de la gravedad. Frente a ella una copa de boca ancha, quizá un daiquiri o un margarita, no distingo si el borde está cubierto de sal. Ha aparecido cuando el pianista desgranaba los acordes de una versión no demasiado mala de «My baby just care for me» de Nina Simone, que al parecer la rubia conocía y apreciaba, a tenor de su lenguaje corporal. Los ojos de todos los tiburones que todavía no habían sucumbido al alcohol han seguido su recorrido sin realizar ningún movimiento, a la espera de un más que previsible acompañante, que no aparece.

Yo he llegado unos minutos antes y tras reconocer el terreno, he elegido una mesa que me permite observar con discreción. Ante la ausencia de servicio y cuando mis ojos ya se han acostumbrado a la penumbra, encamino mis pasos hacia la barra, como un marinero que distingue la entrada al puerto entre las garras de la tormenta. Recalo junto a ella sin pretenderlo expresamente, pero sin evitarlo. La barra, con el clásico reborde de madera oscura, una cubierta similar al bronce y tachonada de remaches, es pequeña. Solo hay una banqueta alta, donde ella permanece apoyada con cierta lasitud, observando la pista y aparentemente disfrutando con la música.

El camarero, absorto en una filosófica contemplación del universo, saca brillo a unos vasos ya impecables al otro extremo y pasa completamente de mi. Cuando consigo atraer su atención le pido un gimlet de vodka. Mi petición la sorprende y me dirige una mirada dubitativa. Parece que está valorando la mercancía y que lo que ve no le ha desagradado, puesto que la orientación de sus rodillas rota desde el centro de la pista hasta apuntar hacia mi sitio.

El pianista inicia una nueva melodía y cuando nuestras miradas se cruzan observo sorpresa y ciertas dudas, que dan paso a una pregunta que me desconcierta, ¿Sabrías bailar eso?

Vagamos por la pista impulsados por varias canciones. El tiempo parece detenido. Su cuerpo, inicialmente reticente, se abandona y se amolda al mío. Sin hablar nos contamos muchas cosas y yo me pregunto como se las ha apañado para diagnosticarme un estado de ánimo que ni siquiera se si tengo.

Al regresar a la barra, con la habilidad que proporciona la experiencia y aprovechando un despiste, deposito el diminuto comprimido en su copa. Es instantáneo, insípido y de acción rápida. Cuando percibo una cierta desorientación en su mirada, le pregunto el número de su habitación en un susurro. Abandonamos el local con la mirada de envidia de todos los tiburones que todavía no han sucumbido al alcohol clavada en nuestra retaguardia.

No nos cruzamos con nadie, el ascensor nos ha llevado desde el sótano hasta su piso y el pasillo está desierto. Ella se apoya en mi y tras cerrar la puerta está prácticamente inconsciente. La deposito en la cama y da comienzo el ritual.

Es domingo y ya estoy en casa. La peluca, las lentillas de color y los zapatos con alza ya están a buen recaudo. Ese material no fue barato y necesité habilidad para adquirirlo sin dejar rastros, pero mereció la pena.

Las noticias en la radio, mientras desayuno el lunes antes de ir al trabajo, hablan de un nuevo caso del que los medios ya han bautizado como «el amante asesino». Apenas ofrecen datos, pero reconozco mi obra. Es posible que la policía esté estrechando el cerco o quizá anden completamente perdidos, pero me da lo mismo. Tengo lo que necesito para sobrevivir una temporada más, hasta mi próxima cacería.

Despacio salgo del coche y entro en el instituto. En el pasillo me cruzo con una compañera que me saluda por obligación, mientras su cara expresa el asco que me tiene. Quizá algún día bailemos juntos.

 

Bartolomé Zuzama i Bisquerra.

Valladolid, 24 de noviembre de 2019.

Deja un comentario